La teoría de la probabilidad es la rama de las matemáticas que se ocupa del azar desde el punto de vista cuantitativo. Sus inicios, que ocurren en el siglo XVII, son increíblemente recientes para ser un estudio que abarca fenómenos tan importantes y frecuentes. Quizá, el tardío surgimiento de la probabilidad como interés dentro de las matemáticas, se deba a que el hombre se resistía a creer que hubiera incidentes verdaderamente impredecibles, o a que es difícil imaginar cómo decir algo sobre situaciones gobernadas por el azar. En su larga historia intelectual, el ser humano detentaba logros tan grandes como llegar a predecir los eclipses, descubrir las leyes matemáticas del Sistema Solar, entender cómo se reproducen los seres vivos... Al aceptar la existencia de fenómenos verdaderamente aleatorios, parecía darse por vencido —acaso, claudicar— en la tarea de conocer la naturaleza.
En realidad, hay dos razones para ocuparse de la probabilidad: una práctica y otra filosófica. La primera es que muchas de las cosas que ocurren a nuestro alrededor no son previsibles; por ejemplo, para predecir el resultado del lanzamiento de una ficha, sería necesario conocer su impulso, la altura alcanzada, su aceleración de caída, la velocidad de giro en el momento del lanzamiento, en fin, poseer los detalles exactos y precisos de todo lo anterior y de la superficie sobre la que va a caer, incluyendo las propiedades elásticas del material del que está hecha; habría que conocer incluso la velocidad del aire en cada momento del recorrido. Recabar estos datos es poco menos que imposible; además, aunque los tuviéramos, el problema matemático que habría que resolver sería de una extraordinaria complejidad. Nada justificaría tanto esfuerzo. Así que definitivamente claudicamos y aceptamos tratar el lanzamiento de fichas como un fenómeno aleatorio.
La razón filosófica es que la ciencia del siglo XX —concretamente la física cuántica— descubrió que el azar existe, no sólo como producto de una capacidad limitada de cálculo, sino como un hecho natural en sí mismo: es imposible determinar —simultáneamente— y con total exactitud, la posición y la velocidad de una partícula elemental como el electrón, o bien, predecir cuándo un átomo de una sustancia radiactiva va a decaer al emitir energía y convertirse en un átomo diferente. No se trata de incompetencia humana o falta de instrumentos adecuados, sino que ésa es parte esencial de la naturaleza misma de dichas partículas. No es aquí donde analizaremos este asunto, pero conviene señalarlo para que el lector sepa que, en la actualidad, ya no se concibe al mundo físico como determinista, al contrario, se sabe que, inexorable e irremediablemente, el azar interviene en él.
Cualquiera de las razones expuestas con anterioridad es lo suficientemente importante para aceptar a la probabilidad como una rama legítima del conocimiento; aunque el uso práctico motivó su estudio un tiempo antes. De hecho, los fenómenos aleatorios que primero ocuparon la mente de los matemáticos fueron los juegos de azar.
Escrito alrededor de 1560, encontramos el libro Liber ludo aleae sobre los juegos de azar de Girolamo Cardano; tenemos después la correspondencia —de 1654 a 1660— entre Pierre de Fermat y Blaise Pascal, que se considera como el inicio del cálculo de probabilidades.
Aparentemente, el Chevalier de Méré, un jugador empedernido e inteligente, planteó un problema a Pascal que motivó aquella famosa relación epistolar entre él y Fermat. El problema en cuestión trataba sobre cómo sería justo repartir el dinero de las apuestas en un juego de azar si éste se suspendía antes de que hubiera un ganador. La solución requería de un cálculo preciso de las probabilidades que tenía cada participante de ganar el juego en caso de que hubiera continuado. En dicha correspondencia —es importante señalarlo— se establece por vez primera que es posible determinar las probabilidades con absoluta precisión bajo supuestos claros sobre la naturaleza y las reglas del juego en cuestión. Es decir, que hay una única manera lógica de determinar las probabilidades que cada jugador tiene de ganar el juego y éstas pueden emplearse para repartir de una manera justa la apuesta.