Las matemáticas son una ciencia peculiar: usan un lenguaje muy especial al que es necesario acostumbrarse. Este lenguaje, como cualquier otro, requiere ser aprendido; de lo contrario, representa una barrera de entendimiento que impide acercarse, disfrutar y comprender el contenido.
En su libro Breve historia del tiempo, el físico británico Stephen Hawkins relata su experiencia con la editorial, donde le dijeron que “por cada fórmula en tu texto, reduces tu público a la mitad”. Hawkins intentó no poner una sola fórmula, pero al final, no lo pudo resistir e incluyó la fórmula más famosa de todas:
La fórmula es de Albert Einstein, físico alemán del siglo XX, y es consecuencia de su teoría general de la relatividad.
Para muchas personas esta fórmula tiene un significado casi religioso. Se sabe que significa algo, mucho, que expresa algo trascendental. Es claro que está escrita en lenguaje matemático. Se ve por el signo de igualdad —las dos rayas paralelas— que es una ecuación, donde se igualan los dos lados. Cada vez que aparece el símbolo de igualdad “=”, separa dos lados —el izquierdo y el derecho— y los iguala. En la ecuación de Einstein, el lado izquierdo es la simple letra E, que significa la cantidad física energía. El lado derecho es más complicado: en él aparecen tres símbolos: m, c, y un 2. La letra m significa masa, la letra c es la velocidad de la luz y el 2 significa que se eleva la velocidad de la luz al cuadrado, es decir, se multiplica por sí misma. Se sobreentiende, además, que cuando dos letras que representan cantidades independientes están juntas, las cantidades se multiplican. Así que la fórmula en palabras se lee:
La energía es igual al producto de la masa por el cuadrado de la velocidad de la luz.
La velocidad de la luz es fija, una constante. En el vacío, la luz avanza 299 792 458 metros cada segundo, es decir, daría casi ocho vueltas a la Tierra en un segundo. Pero ¿de qué masa se está hablando, de qué energía? Lo que expresa esta fórmula es que la energía y la masa de cualquier sistema físico se pueden convertir una en la otra. Como la velocidad de la luz es tan grande, la ecuación dice que muy poca masa equivale a una energía enorme.
En este ejemplo se pueden apreciar varios aspectos:
Sabemos de la dificultad que provoca el uso de las ecuaciones, fórmulas y símbolos en las matemáticas, pero no podemos prescindir de ellos. En la historia, no siempre se usó la simbología actual. Por ejemplo, en 1559, el matemático francés Jean Buteau escribía:
I P 6_P 9 [ I
P 3_P 24 (1)
Lo que hoy se escribe como:
x2 + 6x + 9 = x2 + 3x + 24
Unos sesenta años antes, en 1494, el matemático italiano Luca Pacioli escribía:
Trouame.I.n°.che.gi_to al suo quadrat° facia.12.
Lo que hoy se escribe como:
x + x2 = 12
Con buena voluntad se pueden descifrar estas maneras exóticas de denotar el contenido. Por ejemplo, en la ecuación (1) hay que entender los símbolos P como plus, es decir, como nuestro “más”; el símbolo como el cuadrado del número —aludiendo al área de un cuadrado con lado I —; la línea como la misma variable I —que corresponde a nuestra x— y el símbolo [ como la igualdad. El segundo ejemplo es más cercano a cómo se lee en la actualidad la ecuación en italiano. Estos ejemplos muestran que hace 500 años no había consenso sobre cómo anotar las matemáticas. Fue un proceso largo, un desarrollo de siglos en el cual, poco a poco, se establecieron ciertas convenciones. Por ejemplo, el símbolo de igualdad que usamos hoy día (=) lo utilizó por primera vez el matemático inglés Robert Recorde, en 1557.
En los dos ejemplos anteriores de ecuaciones con la notación actual, el contexto es implícito. Estas ecuaciones son diferentes de la de Einstein en que los símbolos no tienen significados extra, sino que se sobreentienden. Puesto que sólo aparece la letra x, además de los números y los símbolos de suma e igualdad, interpretamos que x también representa a un número. Plantean, entonces, la pregunta ¿existirá un número que al sustituir en vez de x, cumpla la ecuación? Eso sería resolver la ecuación: a veces se puede y otras no, como veremos más adelante en otras partes de este libro.
Se puede decir que, en gran medida, las matemáticas fueron tan prolíficas a partir del siglo XVIII gracias a una simbología y notación más simple, consensuada entre la comunidad de los matemáticos. Se pudieron expresar y comunicar mejor; además, resulta que una buena notación a veces ayuda a entender. En particular, la física moderna es absolutamente impensable sin el uso de las matemáticas, y eso no quiere decir números, sino conceptos, simbología, notación y métodos involucrados.
El uso del lenguaje simbólico es un cuchillo de doble filo: por un lado, hace extremadamente eficiente la notación y el manejo de conceptos pero, por otro, constituye un obstáculo serio para entenderlos. Sería un error imperdonable pensar que las matemáticas sólo son fórmulas. Más bien, las matemáticas son lo que está escondido en las fórmulas y la mejor manera de explicar aquello, es decir, lo escondido, es a veces justo a través de éstas. Cualquier otra manera de intentarlo es más complicada y tortuosa.
La política que adoptamos en este libro es tratar de evitar el formalismo riguroso y procurar transmitir las matemáticas mismas. Hemos hecho un gran esfuerzo por omitir fórmulas innecesarias y por llegar a lo que está en el fondo mediante vías alternas, sin transitar por la simbología. Que esto sólo fue posible en relativamente pocos casos es consecuencia de la complejidad de las matemáticas mismas. Muchas veces la fórmula es el camino de comunicación menos malo y cuando ya se tiene familiaridad con su uso, se convierte en el camino más directo. Insistimos en esta advertencia, pues sabemos de las múltiples dificultades. Este libro no se escribió para aprender matemáticas —creemos que esto sólo se puede lograr mediante un intercambio más dinámico y activo—, se escribió para orientar sobre los alcances de esta ciencia, sobre su significado en nuestra cultura y, en particular, sobre su inserción en la tecnología y en la vida del siglo XXI.