La mimesis es precisamente aquella categoría que permite establecer una relación entre el arte y el mundo. Esa relación no es simple ni pasiva; el problema está en comprender la mimesis como copia, en vez de pensarla como representación transformadora. Por ello no es de sorprender que durante el romanticismo hubiera, tanto del lado de la filosofía como de la literatura, fuertes embates contra la imitación para contraponer una idea de libre creación. Las creaciones humanas adquieren preeminencia por encima de la naturaleza. Lo bello, lo primordialmente bello, es lo que nosotros creamos. Frente a la imitación emerge así la tesis del artista como genio creador, inventor total de su mundo y del reino del arte, el cual ya no tendrá que adecuarse a la belleza de la naturaleza, sino que fundará su propio parámetro e idea de belleza: lo bello es el arte.
Sobre esta discusión de la imitación-creación se puede decir que se trata, en buena medida, de un cambio en las jerarquías, en las preeminencias, en el orden de importancia. Aquellas filosofías que le den preeminencia a la naturaleza, al Ser o a una idea de divinidad defenderán una estética imitativa; aquellas que ponderen las creaciones humanas por encima del mundo natural, como Schiller, Hegel y Nietzsche, defenderán una estética de la creación.
Entre estos extremos y con un afán conciliador, la filosofía de Ricoeur afirma sin titubeos que “mimesis es poiésis”, es decir, que la imitación misma es ya creación. El modo de ser de la obra de arte es mimético, pues es una representación del mundo humano; sin importar qué tan imitativa sea, la obra siempre es transformación, y, justo por ello, creación. La obra crea y transforma siempre, pues representa las cosas —como diría Gadamer— “de otro modo”. De esta manera, el “qué” de la mimesis se ve modificado por el “cómo”.