Las enfermedades más frecuentes en la infancia son causadas por agentes infecciosos, en su mayoría de origen viral, y por alteraciones en la nutrición. Ambas ocupan un rubro importante dentro de los problemas de salud.
Las enfermedades de origen infeccioso de las vías aéreas superiores (nariz, laringe y faringe) son principalmente la rinitis, la faringitis y la amigdalitis. La rinitis es la inflamación de la mucosa de la nariz, generalmente causada por diferentes virus. Es altamente contagiosa y más frecuente en otoño e invierno, cuando el ambiente es más frío; también, pero en menor número, se presentan en tiempo de calor. Independientemente del virus causal, la rinitis siempre presenta los mismos síntomas. Las primeras manifestaciones son la producción de grandes cantidades de moco y comezón en la nariz. En pocas horas el virus penetra en otras partes del cuerpo y produce malestar general, dolor muscular, cansancio y, con el paso de las horas, fiebre. No existe tratamiento específico para atacar a los virus, por lo que sólo pueden combatirse las molestias que acompañan a la rinitis. Se emplean analgésicos para el malestar general y la fiebre, y antihistamínicos para aminorar el escurrimiento nasal. Se recomienda mantener reposo e ingerir abundantes líquidos. Para evitar que la enfermedad se propague en espacios cerrados, como escuelas u otros lugares donde se reúne mucha gente, resulta oportuno quedarse en casa por lo menos los primeros dos o tres días. En raras ocasiones la enfermedad se complica con una infección secundaria por bacterias, como es el caso de la rinosinusitis. Los síntomas incluyen dolor en las áreas adjuntas a la nariz, moco nasal espeso y de color verdoso o amarillento, fiebre más alta y molestias generales más intensas. En tales casos deberá consultarse de inmediato al médico para recibir el tratamiento adecuado.
En la faringitis y la amigdalitis el agente productor más común también es un virus. En un inicio se manifiesta con dolor de garganta acompañado de tos seca; pocas horas después, aparecen malestar general y fiebre. Son altamente contagiosas, sobre todo en lugares cerrados y concurridos, y se presentan con frecuencia en temporada de frío. En el tratamiento inicial se emplean analgésicos y se recomienda la ingestión de líquidos en forma continua para mantener la mucosa orofaríngea húmeda. Los antibióticos están contraindicados. Usualmente la enfermedad mejora en los primeros cinco días.
Las enfermedades que inflaman las amígdalas y la faringe también suelen ser ocasionadas por bacterias. Cuando esto ocurre, el dolor de garganta se presenta junto con fiebre alta y malestar general intenso. También hay producción de esputo verdoso o amarillento. En estos casos se debe acudir al médico de inmediato, pues podría tratarse de una infección por bacterias agresivas, como el estreptococo beta-hemolítico, que requiere tratamiento específico. Los síntomas de la amigdalitis no se distinguen de los de la faringitis. Sólo el médico puede diagnosticar la enfermedad específica basándose en la observación del crecimiento de las anginas o amígdalas. Cuando están crecidas y llenas de pus, con seguridad la enfermedad se ha complicado por infección bacteriana. En estos casos, los antibióticos sí están indicados, pero sólo deberán utilizarse cuando han sido prescritos por el médico. La automedicación de antibióticos favorece la aparición de bacterias resistentes a los mismos.
Los cuadros diarreicos, así como las infecciones de vías respiratorias superiores, constituyen uno de los padecimientos más frecuentes de la infancia. Pueden ser causados por virus, bacterias o parásitos; sus manifestaciones son similares: evacuaciones diarreicas, dolor abdominal, náusea, vómito, fiebre y pérdida del apetito. Normalmente, los cuadros diarreicos se autolimitan después de dos o tres días de enfermedad. El uso de antibióticos sólo está indicado cuando se excede este periodo o se presenta sangre en las evacuaciones. Su uso inapropiado suele empeorar la enfermedad. La complicación más seria de la diarrea es la deshidratación. Ésta debe identificarse y tratarse de inmediato, pues puede poner en peligro la vida del paciente, especialmente si es menor de cinco años de edad.
Otro grupo de padecimientos infecciosos recurrentes en la infancia son las enfermedades exantemáticas, las cuales se caracterizan por sus manifestaciones dérmicas (v. gr.: sarampión, rubéola y varicela); son producidas por diferentes tipos de virus. En la actualidad, las enfermedades exantemáticas más graves, entre ellas el sarampión y la rubéola, han sido prácticamente erradicadas gracias a las vacunas. Anteriormente, el sarampión producía complicaciones graves como neumonía, sordera e incluso la muerte; la gravedad de la rubéola radicaba en que si una mujer embarazada contraía la enfermedad, el recién nacido presentaba una serie de malformaciones que iban desde la ceguera por cataratas congénitas hasta falta de masa encefálica. Las enfermedades exantemáticas aún existentes normalmente se comportan en forma benigna. Todas comparten síntomas parecidos: inician con fiebre alta durante dos o tres días, sin encontrarse una causa específica; provocan malestar general, postración y falta de apetito; alrededor del tercer día de la enfermedad, la fiebre cede y aparecen lesiones dérmicas de color rojo y de diferentes tamaños en todo el cuerpo; finalmente, éstas desaparecen después de cuatro o cinco días y se da por terminada la enfermedad. La varicela sigue siendo una enfermedad exantemática frecuente, a pesar de que ya existe una vacuna para prevenirla. Es producida por un virus de la familia herpes. Es muy contagiosa y se presenta con mayor incidencia en los primeros meses del año. Comúnmente se manifiesta en grandes grupos de niños, en especial durante la edad escolar. La mayoría de las veces es benigna, aunque molesta; sin embargo, en ocasiones puede complicarse y producir infecciones graves, como neumonía, e incluso la muerte.
Por último, se encuentran las enfermedades infantiles secundarias a una alteración nutrimental. Pertenecen a dos tipos: las que se presentan por exceso, como el sobrepeso y la obesidad, y las debidas a la falta de nutrimentos. La anemia por falta de hierro es un ejemplo de estas últimas. Produce alteraciones que no son muy evidentes desde el punto de vista físico; no obstante, puede dejar secuelas para toda la vida. Un niño anémico está pálido, decaído y muestra más sueño de lo normal. En los primeros cinco años de vida, la anemia produce alteraciones cerebrales que retrasan el ritmo de aprendizaje normal. El consumo de alimentos ricos en hierro, como verduras de color verde oscuro (v. gr.: brócoli, acelgas, espinacas), betabel, frijoles, carnes rojas, vísceras (hígado de res o pollo) y huevos, previene la anemia. El hierro contenido en las verduras es menos eficaz que aquel que proviene de los productos de origen animal.