Desde el embarazo se inicia un proceso de relación entre la madre y el feto que se denomina conducta de apego, y se refiere a la tendencia humana básica a establecer lazos emocionales íntimos con individuos determinados.
Esta conducta se desarrolla a partir de las imágenes que la madre tiene del bebé que aún no nace y las características físicas y emocionales que le atribuye. El tipo de apego que la madre desarrolla hacia su bebé se ve influido por diversos factores, como el inicio e intensidad de los movimientos del feto, la historia del embarazo e, incluso, el apego de la mujer embarazada hacia su madre. El apego positivo de la mujer embarazada hacia el feto se manifiesta a través de conductas de cuidado adecuadas, como llevar una buena alimentación y preparación física durante la etapa prenatal. Tras el nacimiento, se fortalece el vínculo entre madre e hijo durante los primeros meses de vida.
Desde el punto de vista biológico, el apego surgido entre ambos asegura la supervivencia del recién nacido y lo protege del mundo exterior. Además, conlleva importantes consecuencias psicológicas, ya que provee al neonato de una figura accesible que le otorga un fuerte sentimiento de seguridad y lo alienta a continuar y valorar esta relación.
El vínculo temprano entre la madre y el niño se construye mediante las conductas de ambos; las de la madre son conductas de crianza y las del niño, conductas de apego. Este vínculo se desarrolla gracias a una constante interacción, donde la conducta de uno influye en la del otro. Las conductas de apego que cada individuo desarrolla durante la primera infancia, niñez y adolescencia están profundamente influenciadas por la relación con sus padres y el trato que recibe de ellos. La pauta de apego más adecuada para el desarrollo psicológico del niño es la que fomenta la confianza en sus padres.
Generalmente, cuando se habla de apego o de crianza, se hace hincapié en el vínculo del niño con la madre. Esto es así por dos razones: primero, porque es ella la que le ofrece los primeros cuidados a través de la lactancia, y segundo, por la existencia de un conjunto de condicionamientos culturales que le adjudican a ella el papel de única cuidadora. Sin embargo, actualmente y debido a importantes cambios ocurridos en la sociedad, se reconoce que el padre desempeña un papel fundamental en el cuidado y bienestar de su hijo, incluso desde la etapa del embarazo.
El padre debe desarrollar un vínculo de apego con su hijo desde la gestación y continuarlo durante la infancia y la adolescencia. En la etapa prenatal, el feto es muy sensible a los estímulos de su ambiente, por lo que es muy importante que el padre le hable y lo acaricie a través del vientre de la madre, para así comenzar un vínculo afectivo. De igual manera, su papel es muy significativo durante los primeros cuidados del recién nacido, como al añarlo, cambiarlo y alimentarlo, pues en esta etapa se inicia una sólida relación con el bebé, además de que representa un gran apoyo para la madre. Ella puede encontrarse vulnerable emocionalmente a causa de los importantes cambios ocurridos durante el posparto. De esta manera, cuando el padre participa en estos primeros cuidados no sólo favorece su vínculo afectivo con el bebé, sino que también ayuda a fomentar el apego del niño hacia su madre y el bienestar de todos. Un bebé que es atendido tanto por su madre como por su padre recibe más estimulación y se desarrolla mejor. Los niños que tienen una pauta de apego seguro con ambos padres poseen mejor autoestima y regulan mejor sus afectos que quienes no la tuvieron.
Las conductas de apego que conforman el vínculo temprano del niño con las figuras paternas desempeñan un papel importante tanto para su supervivencia biológica, gracias al cuidado, la protección y la nutrición, como para su posterior desarrollo afectivo, mediante el desarrollo de sentimientos de seguridad y confianza.