La palabra sida proviene de las iniciales de la entidad clínica conocida como síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Se trata de una enfermedad letal producida por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), un retrovirus que ataca y altera las defensas del cuerpo humano, por lo que induce a trastornos en el sistema inmunológico. Concretamente, el VIH destruye un tipo de linfocitos involucrados en la respuesta inmune celular (véanse la figura 5.3 y el apartado 2.3.2).
Las principales vías de transmisión del VIH son:
Con menor frecuencia se han descrito casos de transmisión en el medio sanitario (de pacientes a personal asistencial y viceversa) y en otras circunstancias en donde se puedan poner en contacto, a través de diversos fluidos corporales (sangre, semen u otros), una persona infectada y otra sana; pero la importancia de estos modos de transmisión es escasa desde el punto de vista numérico.
Muchas personas infectadas por VIH se mantienen asintomáticas por un espacio de tiempo tan largo como diez años, aun sin tratamiento con antirretrovirales. Esta etapa de la enfermedad, que trascurre desde el contagio hasta la aparición de las primeras manifestaciones clínicas, recibe el nombre de periodo de latencia; a los pacientes en ella se les denomina "VIH positivos". A pesar de que la persona no cuente con ningún indicio para sospechar que está enferma, sí es capaz de transmitir el VIH, por lo que la diseminación involuntaria de la enfermedad es muy frecuente. Cuando aparecen los primeros síntomas, se considera que el paciente tiene sida.
La muerte en los pacientes con sida principalmente sucede por la inmunodeficiencia provocada por el VIH. El cuerpo se vuelve más propenso a enfermedades y aquellas que
antes no causaban mayor daño pueden ser letales (v. gr.: la gripe y las diarreas). Los pacientes con sida también presentan complicaciones inesperadas, como meningitis atípicas después de una infección de oído común. Asimismo, se vuelven vulnerables a gérmenes que normalmente no causan enfermedad en el ser humano (v. gr.: hongos, como candida albicans en boca y esófago), lo que recibe el nombre de infecciones oportunistas. Por último, una persona con sida tiene posibilidades de reexperimentar enfermedades para las que ya había desarrollado defensas por pérdida de la memoria inmunológica, por ejemplo hepatitis y varicela.
La infección por VIH se diagnostica detectando anticuerpos para el virus en la sangre. Los resultados no son del todo confiables si la prueba se realiza inmediatamente después del contagio, ya que el cuerpo tarda entre 6 y 12 semanas en desarrollar los anticuerpos. La prueba de sangre se llama ELISA (por sus siglas en inglés, enzyme-linked immunosorbent assay), y debe repetirse hasta tres veces; el diagnóstico de VIH se hace sólo si todas las pruebas resultan positivas.
Actualmente existen guías para el tratamiento con medicamentos retrovirales en personas con VIH. El propósito de dichos medicamentos es reducir la cantidad de virus en la sangre hasta tener niveles bajos o no detectables, aunque esto no significa que el virus haya desaparecido. La respuesta al tratamiento se mide por la carga viral, es decir, los niveles del VIH en sangre. Éstos deben medirse al inicio del tratamiento y cada 3 o 4 meses. La reducción en la cantidad de virus generalmente se logra con la combinación de 3 o más medicamentos. Las guías del tratamiento destacan la importancia de la calidad de vida. La meta es encontrar el tratamiento más sencillo y con los mínimos efectos colaterales.