En el principio de la vida sobre la Tierra, todas las células se reproducían de manera asexual, seguramente como lo hacen los procariontes actuales: primero, el único cromosoma se duplicaba; inmediatamente después la célula aumentaba de tamaño, con lo que cada uno de los cromosomas hijos se dirigía a los extremos de la célula, para finalmente formar un tabique que dividiera en dos a la célula original.
Al evolucionar las células eucariontes, el aumento de copias de material genético hizo impráctica la fisión binaria propia de los organismos poseedores de un solo cromosoma. En su lugar, se desarrolló el aparato mitótico constituido por proteínas, que permitía la repartición correcta de los múltiples cromosomas duplicados a cada una de las células hijas. A pesar de sus diferencias evidentes, los procesos reproductores de ambos tipos celulares tenían el mismo propósito: formar clones o copias perfectas de sí mismos.
El origen del sexo, junto con el desarrollo de la fotosíntesis, han sido dos eventos fundamentales en la evolución de los organismos. Antes del surgimiento del sexo, el mundo de las células procariontes y eucariontes seguramente era muy uniforme, con sólo algunas variaciones surgidas por efecto de mutaciones esporádicas.
Sin embargo, la amenaza constante representada por cambios drásticos del medio (temperaturas extremas, falta de agua y de nutrientes, etc.), propiciaría el intercambio de genes entre estas comunidades bacterianas primitivas para favorecer su supervivencia.
La unión entre células seguida por la recombinación de su material genético daría origen al sexo. Las bacterias muestran en la actualidad cómo debió ser este principio de intercambio sexual. En la transformación, las bacterias son capaces de tomar del medio fragmentos de ADN que provienen de bacterias lisadas; la molécula de ADN resiste con éxito el calentamiento, el enfriamiento e incluso la exposición a diversas sustancias, lo cual le permite llegar con éxito a otras células para incorporarse como un fragmento funcional de ADN.
En la transducción, los virus —que fungen como vectores para el ADN—, normalmente se fijan a la pared de ciertas bacterias para inyectar su material genético con el objeto de que la maquinaria enzimática de la bacteria infectada produzca más partículas virales. En el momento del autoensamblaje de los virus, algunos pueden llevar un fragmento de ADN procedente del material genético de la bacteria infectada; estos virus, al posarse sobre nuevas bacterias, les inyectarán el material bacteriano, que puede incorporarse al de las nuevas bacterias, con lo que éstas adquieren nuevos genes.
La conjugación involucra un contacto directo entre dos bacterias, a través de un pilus o canal citoplásmico que permite el paso de un número variable de genes de una célula donadora a una receptora.
En un principio, esta transferencia de material genético, que posteriormente se efectuaría también en las células eucariontes, no conllevaría el fenómeno de reproducción, tal como se observa en la conjugación de protistas como el Paramecium. Estos organismos se unen por el citostoma o región oral, a través de la cual intercambian material genético.
El macronúcleo que controla las funciones vegetativas desaparece, mientras el micronúcleo de cada paramecio sufre dos divisiones sucesivas; de los cuatro micronúcleos resultantes sólo uno permanece. Cada micronúcleo se divide nuevamente formando una porción estacionaria y otra más pequeña capaz de migrar. Cada uno de los núcleos migratorios se dirige hacia el estacionario opuesto y se fusiona con él, creando en ambos paramecios un núcleo que es producto de una fecundación incipiente.
En el proceso de conjugación hay intercambio de material genético, es decir, hay sexo, pero no reproducción. La unión de dos procesos distintos, sexo y reproducción, dio paulatinamente origen a la reproducción sexual tal como se observa en los eucariontes unicelulares como el Chlamydomonas. Estos organismos son normalmente haploides, distinguiéndose entre ellos dos tipos reproductivos: los + y los -.
Cuando un + y un – se encuentran, se unen y sus núcleos se fusionan para formar un cigoto diploide. Posteriormente, el núcleo del cigoto efectúa la meiosis para formar cuatro individuos haploides. En este caso el sexo y la reproducción van juntos, aunque los gametos (isogametos) aún no presentan diferenciación morfológica ni funcional.
La evolución de la reproducción sexual trajo como consecuencia la aparición de especies dioicas con INDIVIDUOS masculinos y femeninos que formaban gametos distintos: óvulos y espermatozoides u anterozoides y oosferas. Y también se desarrollaron los individuos hermafroditas en los cuales se formaban ambas células reproductoras.
El sexo aceleró la evolución de los organismos dando origen a una explosión de nuevas formas unicelulares y al desarrollo de la multicelularidad. Asimismo, aparecieron los ciclos de vida, en los cuales la reproducción por mitosis de las células permitía la formación del individuo multicelular y la reposición de las células perdidas, mientras que la formación de los gametos por meiosis preparaba al organismo para la reproducción sexual.